domingo, 27 de enero de 2008

Encuentro con Antonio Gamoneda.


El pasado viernes 25 de enero el poeta Antonio Gamoneda participaba dentro del programa de lecturas del Aula de Literatura "José Cadalso". Este poeta ha sido uno de mis referentes literarios, mi primer libro de poemas que publiqué, La herencia bastarda de los días, se abría con una cita de Gamoneda.
Antonio Gamoneda ha sido un poeta que fue condenado al ostracismo por muchos de sus compañeros de generación, que desarrolló una obra lenta y delicada en provincias, en las frías tierras de León, ajeno a la vida literaria de la capital y ajeno a casi todo. A pesar del ostracismo al que fue sometido durante décadas, la inmensa hondura de su poesía se ha impuesto a todo y a todos.

Esperaba con ilusión el día de la lectura, pero un incidente de salud de mi hermana, impidió que pudiera acudir a ella. Sufrió un desmayo quedando inconsciente unos minutos por lo que tuvimos que llevarla a urgencias la misma tarde de la lectura. Los organizadores del acto intentaron retrasarla hasta que llegase, dado que conocen mi amor por Gamoneda y su obra, pero no pude acudir.

Al día siguiente, sábado, César Aldana, poeta y amigo, miembro de la Fundación me condujo al hotel donde se hospedaba Antonio Gamoneda, ya que había que trasladarle a Algeciras para que tomase el tren para Madrid. Al parecer, informado el día anterior del percance que había sufrido mi hermana, inmediatamente después de que me presentaran al poeta, me preguntó: "¿Cómo se encuentra tu hermana?" Me quede francamente sorprendido ante la sencillez y bondad de un hombre de la talla de Gamoneda, que sin conocerme de nada, se interesaba por la salud de mi hermana. Una bondad y una honestidad infinitas. Sólo un hombre bueno puede producir poesía de semejante hondura como la suya.

La foto en la que aparecemos Antonio Gamoneda y yo mismo es en la mañana del sábado en el interior del hotel.

DESPUÉS DE VEINTE AÑOS

Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.

A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.

Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.

Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.

Entraba en el trabajo.
La oficina
olía mal y daba pena.

Luego,
llegaban las mujeres.
Se ponían a fregar en silencio.

Veinte años.

He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos.

Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.

ANTONIO GAMONEDA

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