viernes, 18 de abril de 2008

La vida consiste en sangrar por heridas secretas.



Juan Manuel González es autor de entre otros libros, Líneas Minerales, De ritos y solticios, De sombras y transfiguraciones, En el filo de la sangre, Madrigal de Ausencia, Luces inciertas y La llama del brezo. Su último poemario que acabo de terminar de leer hoy, Tras la luz poniente, ha recibido el último Premio Jaime Gil de Biedma.

Mi relación con él es un tanto extraña. No nos conocemos personalmente, sin embargo realizó un extraordinario prólogo a mi libro de poemas Breve tratado de melancolía (2002), y realizó un acercamiento crítico a mi obra poética en su ensayo Signos sobre la ceniza (Autores y libros en el comienzo de siglo).

Os dejo uno de los poemas que más me han gustado de su último poemario.


JARDÍN INTERIOR

En un jardín interior,
protegido por altas, enroscadas verjas art decó,
el sol de la tarde no pasea en lo celeste,
anda entre los troncos de delgados magnolios, despidiéndose,
y un columpio, maderas negras de humedad, cuerdas,
cuelga de la rama horizontal de una gran higuera.

Por un momento, el corazón es de cristal,
cuando la llovizna amenaza con llorar desde las crestas de Malveira,
rompiendo las gotas de agua
clavadas en las manzanas verdes y los albérchigos amarillos,
mientras los cisnes de porcelana, incorpóreos,
parecen inclinar sus cuellos, sus alas rotas, sobre los estanques.

¿Qué queda de los niños,
uñas de tierra negra y regaderas de latón,
antes empeñados en soñar un mundo de jilgueros y árboles apacibles?

¿Qué queda de sus juegos de junio,
de la sensación de levedad del granizo en sus manos,
del hueco de sus mejillas en los dulces almohadones de lana?

Alguna vez fuimos uno de ellos, durmiente, terso,
ignorante de los vientos que barren las plumas de cuervos y ángeles,
cubriendo de hojas muertas las páginas de los cuentos de Andersen.
Alguna vez me senté, nos sentamos,
en un pretil de azulejos tricolores, junto a minúsculos embarcaderos,
para atisbar velas en la niebla baja, armaduras, estandartes carmesíes entre la turba.

Entonces creíamos en escuadras de aves blancas,
tras cada parterre batía el oleaje de un arrecife,
tras cada cenador de hierro forjado, ladridos de amor y lealtad,
y la bruma no era emblema de lento olvido.
Entonces no sabíamos que únicamente son eternas las leyes de los minerales,
que la vida consiste en sangrar por heridas secretas,
que los ojos se vuelven, con la soledad, ceniza,
que lo desconocido es siempre un soldado de plomo sin plan de combate,
y que la muerte es solo un viejo columpio, inmóvil,
maderas negras de humedad, cuerdas,
abandonado al comienzo de la noche.

En un jardín interior. Y vacío.

1 comentario:

Hugo Izarra dijo...

Gran descubrimiento.