lunes, 16 de junio de 2008

Escribo tu nombre sobre la ceniza.


Esta mañana temprano recibí una llamada telefónica de mi amigo Juan Gómez Macías, a la cual no pude responder. Al ponerme más tarde en contacto con él, las aguas podridas, versos de Trakl en la piel sucia de una rata muerta.
Sus palabras me decían que Juan Manuel González había fallecido, el pasado sábado 14 de Junio en Madrid. Sólo 53 años.
Hacía escasas semanas que había leído su último libro "Tras la luz poniente", mi preferido y por el que conocí su poesía, era "Luces inciertas".
Más tarde nuestras palabras se cruzaron, cuando Juan Gómez le encargó el prólogo de mi libro "Breve tratado de melancolía". Un texto hermoso, de quien además de un gran poeta, era un excelente crítico literario.
Acabó convirtiéndose con el paso de los años, sin olvidar otros nombres como Domingo F. Faílde, el mayor conocedor de mi obra poética, reseñándola en aquel libro de crítica literaria que fue "Signos sobre la ceniza".
Podeís leer su letra pequeña, de trazo elegante y a un tiempo discreto en las detallistas postales que me enviaba junto con ejemplares de sus libros.
Ahora, sólo me resta escribir tu nombre en la ceniza, Juan Manuel.


CANCIÓN DE NAVIDAD

En las calles, una capa de cristales rotos
se estira, mojada sobre el gris de los recuerdos.
Sus arrugas se pliegan hasta arropar
cierta inquietud vulnerada y perdida: tu aliento.
A través de cada uno de sus fragmentos
distingo aún trazos de vaho y añil,
el paisaje de ultramar
de aquel pasado de muelles y proas que fue nuestro.
Ahora, en este segundo de nieve,
siento que ni uno solo de mis músculos es mío
si no está bañado por tu sangre.

Si te encontrara al doblar la esquina,
contemplando el avance de la nada,
esa luz colgada de una ventana sin cortinas;
o contemplando como caen hilillos rojos
de los labios de la aurora,
te reconocería, rápido,
tras la profundidad de los párpados,
antes de la noche sin fin abrazada a nuestros pasos,
o tras el perfil de las plantas acuáticas
muertas entre el hielo,
como fósiles en el ámbar.

En los días de abril, en Donegal,
la ribera y su fluir eran espejos libres
donde las arañas cosían en su red
esqueletos de estrellas;
entre la danza de las telas blancas y amarillas
olvidadas en los tendederos,
entre los gritos de los niños
perdidos en la espesura del heno.
Allí, al tocar tu pecho con sus sueño de palmas,
la hierba fijaba su peso
en la sombra del viento.

Ahora, avanza la nada, torpe ternura navideña.
Ella no apoya sus dos manos verdes
sobre mi cuello.
Y ni uno solo de mis músculos es mío
en este segundo de nieve.

Juan Manuel González, (2002).

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