lunes, 3 de mayo de 2010

No es tiempo aún para la despedida.



Francisco Brines ha recibido, merecidamente, el  Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Le conocí en el Aula de Literatura José Cadalso de San Roque hace once años, en 1999. No se me puede olvidar esa fecha, porque dió la casualidad que el mismo día que Francisco Brines acudía a San Roque para ofrecer una lectura, retiraba de la imprenta tres ejemplares del que fue mi primer libro de poemas La herencia bastarda de los días. Recuerdo que emocionado, -más tarde me dijo Brines que el primer libro de poemas es el mejor recordado- entregué un ejemplar a Juan Gómez Macías, otro a Brines, y me reservé uno para mí, el cual observaría y releería en soledad una y otra vez.

Brines, siendo por aquel entonces un poeta consagrado de la generación del 50, era una persona absolutamente afable, humilde y accesible. Recuerdo en la cena con él tras la lectura, cómo respondía a mis preguntas sobre Leopoldo María Panero, ya que él fue gran amigo de los Panero, y los conocía bien, incluida Felicidad, la madre de los tres hermanos. Me inquirió sobre si tenía intención de vivir de la poesía, a lo cual respondí que no, y afirmó, mira Ismael, la poesía no da ni para putas.

Pasados aquellos años, un volumen color oliva, de sus poesías completas, Ensayo de una despedida, permanece con el color desgastado por la luz del sol, que entró cada verano por la ventana, acusando recibo del tiempo, como cualquiera de las grandes elegías que ha escrito Francisco Brines.

Dejo aquí, no uno de mis preferidos, pero si el primer poema que leí de Francisco Brines.


MERE ROAD

Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
Y yo los reconozco, detrás de los cristales de mi cuarto.
Y nunca han vuelto su mirada a mí,
y soy como algún hombre que viviera perdido en una
casa de una extraña ciudad,
una ciudad lejana que nunca han conocido,
o alguien que, de existir, ya hubiera muerto
o todavía ha de nacer;
quiero decir, alguien que en realidad no existe.
Y ellos llenan mis ojos con su fugacidad,
y un día y otro día cavan en mi memoria este recuerdo
de ver cómo ellos llegan con esfuerzos, voces, risas
o pensamientos silenciosos,
o amor acaso.
Y los miro cruzar delante de la casa que ahora
enfrente construyen
y hacia allí miran ellos,
comprobando cómo los muros crecen,
y adivinan la forma, y alzan sus comentarios
cada vez,
y se les llena la mirada, por un solo momento,
de la fugacidad de la madera y de la piedra.

Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus
jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción,
este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en bicicleta,
con esfuerzo ligero y fresca voz.
Y de nuevo la casa se estará construyendo,
y esperará el jardín que acaben estos muros
para poder ser flor, aroma, primavera,
(y es posible que sienta ese misterio del peso de mis ojos,
de un ser que no existió,
que le mira, con el cansancio ardiente de quien vive,
pasar hacia los muros del colegio),
y al recordar el cuerpo que ahora sube
solo bajo la tarde,
feliz porque la brisa le mueve los cabellos,
ha cerrado los ojos
para verse pasar, con el cansancio ardiente de quien sabe
que aquella juventud
fue vida suya.
Y ahora lo mira, ajeno, cómo sube
feliz, encendiendo la brisa,
y ha sentido tan fría soledad
que ha llevado la mano hasta su pecho,
hacia el hueco profundo de una sombra.

FRANCISCO BRINES (1966).



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